Cuando estaba en la universidad, pasé un fin de semana en las montañas haciendo senderismo con mi amiga. Ella, de 22 años, era mayor que yo y más sabia. Después de poner nuestra tienda de campaña en su sitio, nos sentamos a orillas de un arroyo, mirando el movimiento del agua y hablando acerca de nuestras vidas. Ella me contó que estaba aprendiendo cómo ser “su propia mejor amiga.” En aquel momento, sentí como si una ola de tristeza me cubriese, y me eché a llorar. Yo no vivía como si fuera mi mejor amiga. Continuamente, me ponía tensa y nerviosa, me criticaba y me juzgaba a mi misma. Según lo que veían los demás, yo estaba bien, tenía éxito en mi vida. Lo que no sabían era que por dentro estaba agobiada, era tenaz, y a veces estaba deprimida. No estaba en paz con ninguna faceta de mi vida. Deseaba poder cuidar mejor de mi misma. Quería aceptar mi experiencia interior, sentir más intimidad y serenidad al relacionarme con los demás.
Estos deseos y añoranzas me guiaron al mundo del psicoterapia — primero como cliente y luego como terapeuta — y al camino del Budismo. Al combinar estas dos tradiciones, descubrí lo que ahora llamo “Aceptación Radical,” que es reconocer lo que sentimos en el presente, respetando la experiencia con compasión. El psicólogo Carl Rogers escribió:
La paradoja curiosa es que cuando me acepto tal y como soy, entonces, puedo cambiar.”
En mi propio progreso interior y a la hora de trabajar con mis clientes de psicoterapia y meditación, veo una y otra vez que la Aceptación Radical es la vía hacía la curación de heridas emocionales y transformación espiritual. Cuando podemos afrontar nuestra experiencia con Aceptación Radical, descubrimos la integridad completa, la sabiduría, y el amor que forman parte de nuestro ser más profundo.
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